A la memoria de Roco
Como me apabulla el movimiento urbano, intento
recordar algún paisaje disfrutado en los días de vacaciones. Miro para arriba y me relajo con el bordado
de ramas y hojas de los árboles, los pedacitos
de celeste que se cuelan por los espacios vacíos del tejido verde moviéndose,
esparciendo energía. Y las cúpulas de los edificios históricos alternando con el
otro entramado, negro, gomoso de los cables que cuadriculan el cielo.
Cuando voy llegando a la parada
del colectivo, veo irse uno y después otro. Justo en ese momento se acerca Carlitos: ejemplar de uno de los
tantos subgrupos anónimos que sobreviven como pueden en las márgenes, como los
pastos de la banquina. Y me vuelvo a convencer del beneficio del aislamiento
social. Se acerca con el paso bamboleante, bastante chueco, flaquito, con los
jeans que nunca abandona y tres capas de remeras y buzos, el último con
capucha, que enmarca su carita chupada, de rasgos afilados, gastados por el
tiempo.
-¿Qué dice señora, cómo le va? ¿Y…,
pensó en lo que le dije? -me dice, igual que todos los días, desde hace un poco más de una semana, luego de aquel domingo
que como tantas veces salí a dar una vuelta por el barrio y al llegar a la
antigua casona desocupada desde hace años, escuché los tambores de la murga que
iba avanzando por las calles en su habitual desfile semanal, al que se plegaban
los visitantes y vecinos. Yo casi siempre me acerco por el borde de la columna
de bailarines y trato de ir al compás. Enseguida se me va metiendo la danza por
las grietas que conectan con el alma y me pega el
retumbe de los tambores en los músculos como si fueran olas y el movimiento se
apodera de mí. Pero nunca termino de sentirme una de ellos.
Como de costumbre después de un
rato empecé a separarme del grupo, pero ese domingo, como si me hubiera elegido
a mí entre todos, Carlitos me alcanzó y me contó la situación por la que atraviesa la murga y
cierta necesidad de colaboración vecinal. Al principio me mostré amable y
solidaria, casi comprometida, e inmediatamente firmé un petitorio sin leerlo -cosa que al momento comenzó a angustiarme un
poco- para que se les concediera un local, que según el criterio de los
directores de la murga podía ser una propiedad abandonada desde hacía más de
veinte años que estaba a dos cuadras de la plaza del barrio y a la vuelta del
club. Sin proponérselo, esa vieja casa, se había convertido en una institución sin
nombre. Pero la cuestión no terminaba ahí.
-¡Ah! -le digo ahora buscando con
los ojos otro colectivo y tratando de mostrarle mi indiferencia sobre el
asunto-, sí, sí. Lo estoy pensando, cuando me decida le aviso.
-¡Eh! Vamos, me estraña que le
lleve tanto tiempo. Si a usté le gusta la murga… ¿no le parece que tenemos razón? Yo estoy acostumbrado a rebuscármelas
y más si es justo lo que quiero. ¿O no?
Si así son las cosas… Si le contara todo lo que hice en mi vida…
El 29 viene doblando la curva
abierta como si estuviera en el autódromo y quedamos por un segundo envueltos
en ruido y humo. Me apuro por subir al
cordón y de paso ponerle distancia a Carlitos, pero de un saltito se empareja
de nuevo.
-Esa casa y la murga son lo mismo,
el corazón del barrio, de los chicos que van de noche a ver si hay fantasmas y
después juegan ahí durante el día y también es nuestra, porque…-se detiene, se le ven las
honduras que en la boca dejaron los dientes, y ese brillo filoso en los ojitos
con largas pestañas grises que pincelan el infinito – la necesitamos, ¿sabe?
-Sí, sí… no es ése el punto… -le
sigo hablando sin mirarlo, soltándole las palabras a cuentagotas, sintiéndome
una cerda burguesa por mi actitud y por otro lado decidida a no darle lugar
porque no estoy del todo de acuerdo con ese argumento. Pero un poco sí lo apoyaría,
quizás.
Revolotean alrededor de mí, como moscas,
sus manos de trabajador, de cuero ajado, en ademanes casi de baile, que es lo
que más le gusta y no puede controlar. Lo habita la danza, pienso, y se me afloja algo en ese lugar del cuerpo
vacío de órganos.
-¡Que hacéss, muñeca! -le dice a
la paseadora de perros, vestida como Rambo,
que viene tironeando miles de correas de la jauría que arrastra y con la que mi pero Roco solía
desatar una tormenta de ladridos –. ¡Eh! Lore! ¿La conocés a la señora? -le
dice.
–Sí, ¿qué tal doña? La veo
siempre bailando cerca del cordón -sonríe y forcejea con los perros.
En qué quedamos: soy cumpa o soy
doña, pienso.
-¡Sí! yo también te conozco, ¡y
lo bien que bailás! -le digo.
Nos miramos en silencio por un
segundo y agrego para deshacerme rápido:
-Bueno, nos vemos.
Ellos, no sé si respetuosos o
resignados, saludan y se alejan.
”Dispuestos a todo”, había dicho
al lunes siguiente a aquella tarde en que lo conocí, cuando por casualidad volví a encontrarlo cerca del
mercado e inició su misión concientizadora conmigo . Me relató el plan de copar
la casa con los vecinos, bailar todo el día para movilizar a la gente y
conseguir la adhesión. Me pedía que fuera. Encendido por una energía, que si no saliera en los movimientos de la
danza se le quedaría adentro a punto de explotar, me dijo:
-Y… yo soy el alma de la murga y
se la tengo que dar a ellos, a los pibes ¡para que no muera! Nuestra lucha
hace la historia -levanta la cabeza
exponiendo ante mi mirada su pera cuadrada y el cuello finito, arrugado. Rebusca
en el bolsillo el paquete de cigarrillos y cazando uno con la boca, como
buscando la inspiración, sigue diciéndome-: somos como un gran animal, una
máquina gigantesca, moviéndose con el ritmo que nos dejaron nuestros antepasados
y los versos del pueblo, que somos todos nosotros.
Yo me había olvidado de las
compras y caminábamos tranquilos,
paseando casi.- Sí, claro. Muy comprensible... la identidad de este
barrio, esas pequeñas historias
individuales que se confunden en el baile y forman un solo ser con vida
propia, - le decía mientras pensaba: para
conjurar a la muerte.
El amarillo helado de esa mañana
de invierno inundaba las callecitas y le daba el marco propio a las palabras
que sonaban musicales. - ¿Pero no les parece un poco osado, digo… atrevido? No
sé… ¿hacerse a la fuerza de una casa…?-seguí diciéndole.
-¡El pueblo se atreve y si no,
muere! -me declamó aquella vez, adivinando que tocaba mi fibra más íntima.
Por fin viene el bondi, me digo
aliviada, y detengo la máquina de los
recuerdos, en la que quedan resonando esas últimas palabras pronunciadas por él
aquella mañana. Miro la hora en el celu, y cuando levanto la vista lo veo de
nuevo a Carlitos que pasa como un tornado y me dice:
- Yastá, no hay más tiempo, será
el viernes a la tarde. Acuérdese, ¡no nos falle!
Lo escucho subiendo al primer
escalón del colectivo. Una adolescente me empuja a seguir y no puedo mirarlo.
Ya en el interior me agacho para verlo por la ventanilla, allá va… corriendo,
eléctrico. Se fue y no pude contestarle nada. ¿Qué le hubiera dicho?
Paso la semana, otra más igual a
la anterior y a la que vendrá. Los viernes siempre tengo un espíritu festivo,
me gusta planear alguna salida. Pero está empezando a llover y hace mucho frío.
Voy caminando hacia mi casa y empiezo a escuchar los tambores. Inmediatamente
me vienen las imágenes de las chicas bailando la coreografía, cuatro adelante,
marcando los movimientos de derecha a izquierda, dos atrás en la segunda
hilera, acentuando el paso, y tres chiquitos que hacen piruetas alrededor. Más
atrás Carlitos con su gran galera brillosa, el bastón y el frac, con los
colores del club del barrio, moviéndose sinuoso, extendiendo amplios los
brazos, dando vueltas al ritmo carnal y penetrante de la murga, abriéndole paso
a la columna de tambores que se agita tras él. Sigo derecho a mi puerta, paso
por el kiosko de diarios, el barcito de la esquina y la librería cerrada, todo
como siempre. Pero dentro de mí asoma algo que me inquieta, como un insecto
rompiendo el minúsculo huevo que lo
contenía.
“El espíritu, yo sé lo que es, bah, yo lo
pienso así” le había dicho a Walter la
otra tarde tomando mate y charlando de literatura,
“son pequeños desprendimientos del cuerpo que vas guardando, junto con
insatisfacciones a las que te resignaste a medias, pedacitos de imágenes sin tiempo ni lugar, hilachas de recuerdos, eso es el espíritu, está
hecho de esos restos”.
”Como si fuera una bolsita de
basura de la que no te podes deshacer hasta el minuto en que te morís, ahí la
dejas”, me contestó, y chupó de la bombilla con lentitud.
Crecen
y se acumulan en un espacio que es
afuera y adentro. Casi podría decir que somos ese conjunto de restos que
fuimos juntando, sigo pensando mientras subo en el ascensor y no dejo de
escuchar a la murga imaginándola en ese
estado de éxtasis inalcanzable para mi.
Termino de lavar los platos de la cena, cuando
comienzo a oír gritos, cánticos, y la inevitable sirena del patrullero. Rápida
me saco los guantes de lavar, me seco las manos, voy al perchero y me pongo la
campera arriba de la ropa de entrecasa y con las llaves en la mano salgo, cierro
y camino impulsada por una fuerza apenas perceptible pero constante.
La calle comienza a poblarse de turistas que
acuden a los bares y restaurantes con las luces y las puertas abiertas
esperándolos. El tapiz de techos bajos y
balcones asimétricos apuntando al sur son obstáculos que debo saltar sin pausa hasta llegar a la casa abandonada y
ahora tomada. Cuando doblo veo bajo el acerado cielo, iluminados por los
faroles de la vereda un círculo de vecinos y turistas que curiosos y divertidos
observan y opinan. De vez en cuando
alguno grita algo y otros aplauden o chiflan. Se escuchan risas y al
fondo, imperturbable como el tiempo, el ritmo de los tambores.
Hace un rato que dejó de
lloviznar y un viento frío corre las nubes que perdiendo espesura permiten que asome el plateado de la luna.
Carlitos en el centro de la
escena, con luz propia, rodeado por algunas chicas entre las que divisé a la
paseadora, le vocifera al policía que intenta desalojarlos.
-¡Pero si vos también sos del
pueblo! ¡Sos del barrio! No nos traiciones, si la ocupamos ya no nos podrán
echar. Si pasa en todos lados eso, papá… ¡Jugate!
Trato de acercarme entre la gente
para apoyar a Carlitos y en ese momento la murga, sin dejar de bailar va
rodeándolos a él y al patrullero con el policía, que ya perdió la paciencia, y le abre el paso al otro que viene atrás. Ya
son tres los policías que lo agarran a Carlitos del brazo y sin más miramientos
lo meten adentro del auto. Comienza a sonar la sirena, que se mezcla con los
tambores que no paran, el patrullero sale
arando y provoca el griterío de los espectadores.
Desde el interior del auto
Carlitos nos saluda triunfante y la
murga boa-constrictor se mueve, siempre
bailando, ahora en dirección a la comisaría.
Los veo alejarse, como en una escena de
Fellini, y me quedo sola en la esquina silenciada después del retumbe, con la luna a pleno arriba de mi cabeza. Qué lástima
que dejé de fumar, pienso.
Durante la semana me hago de un
tiempo para ir hasta la casa abandonada. Veo que le pusieron un custodio policial en la puerta y unos
albañiles están tapando las dos entradas. Me pregunto qué habrá sido de
Carlitos y qué harán los de la murga.
El domingo estoy ansiosa, antes
de la hora habitual salgo a dar la vuelta de costumbre. Pero esta vez quiero saborearla, despacio recorrer las
calles finitas, con sus arbolitos delgados, recién plantados. Me hundo en el
barrio, me lo voy bebiendo de a poco y a la vez siento que caminando estas veredas
tan viejas, él se va comiendo mi individualidad.
A unas cuadras de la casona, un
inesperado calor me atraviesa, me río con ganas porque total los tambores tapan
cualquier sonido. Vuelo hasta la esquina y aterrizo donde la murga comienza a organizarse y una
cantidad inusual de gente la rodea y se suma encolumnándose. Me gustaría ser
jirafa para divisar a Carlitos. Pero no hace falta, enseguida su voz de arriero
irrumpe.
-¡Vamo, vamo, al compás! A ver
Fernandito dale con el repiqueteo, más, ¡no se escucha! Eso, ¡ahora me gusta! ¡Dale
Fabi, Lore, arriba, vamo! ¡Essso!!
Mis pies ya no son míos, como las
hojas de los árboles se mueven sin parar. Se me estira la cara en una sonrisa y
veo todo un poco nublado. Hacemos el recorrido habitual pero un aire nuevo y
alegre sobrevuela la boa. Todos sonreímos porque sí. Busco la mirada de él o la
de Lore. Cuando la encuentro, levanta más los brazos y me grita:
_¡Encontramos otra casa! ¡Vamos
para allá! ¡Que no muera la esperanza! -y el redoble de tambores y las colas de
las chicas sacudiéndose son el eco de
sus palabras. Aturde el latido desprendiéndose de los cuerpos que se mueven
como los glóbulos de una gran ola sanguínea.
Y en ese lugar vacío de mi
interior siento cómo las alas leves de
un insecto agitan el aire .
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