miércoles, 4 de julio de 2012

Las alas leves de un insecto

                                                                                                 
                                                                                                A la memoria de Roco
       
Salgo de casa  y confirmo que hace frío. Me gustaría vivir en un pueblo del interior, con las calles anchas y sin asfalto ni autos, mucho menos colectivos. Los perros sueltos disputándose el dominio de alguna esquina. Mirar a lo lejos  y divisar las montañas o el mar, saludando a los vecinos de siempre, hacer un comentario sobre el clima. Sentir que más allá de la puerta de casa se extiende un espacio familiar.
 Como me apabulla el movimiento urbano, intento recordar algún paisaje disfrutado en los días de vacaciones.  Miro para arriba y me relajo con el bordado de  ramas y hojas de los árboles, los pedacitos de celeste que se cuelan por los espacios vacíos del tejido verde moviéndose, esparciendo energía. Y las cúpulas de los edificios históricos alternando con el otro entramado, negro, gomoso de los cables que cuadriculan el cielo.
Cuando voy llegando a la parada del colectivo, veo irse uno y después otro. Justo en ese momento  se acerca Carlitos: ejemplar de uno de los tantos subgrupos anónimos que sobreviven como pueden en las márgenes, como los pastos de la banquina. Y me vuelvo a convencer del beneficio del aislamiento social. Se acerca con el paso bamboleante, bastante chueco, flaquito, con los jeans que nunca abandona y tres capas de remeras y buzos, el último con capucha, que enmarca su carita chupada, de rasgos afilados, gastados por el tiempo.
-¿Qué dice señora, cómo le va? ¿Y…, pensó en lo que le dije? -me dice, igual que todos los días, desde hace  un poco más de una semana, luego de aquel domingo que como tantas veces salí a dar una vuelta por el barrio y al llegar a la antigua casona desocupada desde hace años, escuché los tambores de la murga que iba avanzando por las calles en su habitual desfile semanal, al que se plegaban los visitantes y vecinos. Yo casi siempre me acerco por el borde de la columna de bailarines y trato de ir al compás. Enseguida se me va metiendo la danza por  las  grietas que conectan con el alma y me pega el retumbe de los tambores en los músculos como si fueran olas y el movimiento se apodera de mí. Pero nunca termino de sentirme una de ellos.
Como de costumbre después de un rato empecé a separarme del grupo, pero ese domingo, como si me hubiera elegido a mí entre todos, Carlitos me alcanzó y me contó  la situación por la que atraviesa la murga y cierta necesidad de colaboración vecinal. Al principio me mostré amable y solidaria, casi comprometida, e inmediatamente firmé un petitorio sin leerlo  -cosa que al momento comenzó a angustiarme un poco- para que se les concediera un local, que según el criterio de los directores de la murga podía ser una propiedad abandonada desde hacía más de veinte años que estaba a dos cuadras de la plaza del barrio y a la vuelta del club. Sin proponérselo, esa vieja casa,  se había convertido en una institución sin nombre. Pero la cuestión no terminaba ahí.
-¡Ah! -le digo ahora buscando con los ojos otro colectivo y tratando de mostrarle mi indiferencia sobre el asunto-, sí, sí. Lo estoy pensando, cuando me decida le aviso.
-¡Eh! Vamos, me estraña que le lleve tanto tiempo. Si a usté le gusta la murga… ¿no le parece que tenemos  razón? Yo estoy acostumbrado a rebuscármelas y más si  es justo lo que quiero. ¿O no? Si así son las cosas… Si le contara todo lo que hice en mi vida…
El 29 viene doblando la curva abierta como si estuviera en el autódromo y quedamos por un segundo envueltos en ruido y humo.  Me apuro por subir al cordón y de paso ponerle distancia a Carlitos, pero de un saltito se empareja de nuevo.
-Esa casa y la murga son lo mismo, el corazón del barrio, de los chicos que van de noche a ver si hay fantasmas y después juegan ahí durante el día y también es  nuestra, porque…-se detiene, se le ven las honduras que en la boca dejaron los dientes, y ese brillo filoso en los ojitos con largas pestañas grises que pincelan  el infinito – la necesitamos, ¿sabe?   
-Sí, sí… no es ése el punto… -le sigo hablando sin mirarlo, soltándole las palabras a cuentagotas, sintiéndome una cerda burguesa por mi actitud y por otro lado decidida a no darle lugar porque no estoy del todo de acuerdo con ese argumento. Pero un poco sí lo apoyaría, quizás.
Revolotean alrededor de mí, como moscas, sus manos de trabajador, de cuero ajado, en ademanes casi de baile, que es lo que más le gusta y no puede controlar. Lo habita la danza, pienso, y  se me afloja algo en ese lugar del cuerpo vacío de órganos.
-¡Que hacéss, muñeca! -le dice a la  paseadora de perros, vestida como Rambo, que viene tironeando miles de correas de la jauría  que arrastra y con la que mi pero Roco solía desatar una tormenta de ladridos –. ¡Eh! Lore! ¿La conocés a la señora? -le dice.
–Sí, ¿qué tal doña? La veo siempre bailando cerca del cordón -sonríe y forcejea con los perros.
En qué quedamos: soy cumpa o soy doña, pienso.
-¡Sí! yo también te conozco, ¡y lo bien que bailás! -le digo.
Nos miramos en silencio por un segundo y agrego para deshacerme rápido:
-Bueno, nos vemos.
Ellos, no sé si respetuosos o resignados, saludan y se alejan.
”Dispuestos a todo”, había dicho al lunes siguiente a aquella tarde en que lo conocí, cuando  por casualidad volví a encontrarlo cerca del mercado e inició su misión concientizadora conmigo . Me relató el plan de copar la casa con los vecinos, bailar todo el día para movilizar a la gente y conseguir la adhesión. Me pedía que fuera. Encendido por una energía,  que si no saliera en los movimientos de la danza se le quedaría adentro a punto de explotar,  me dijo:
-Y… yo soy el alma de la murga y se la tengo que dar a ellos, a los pibes ¡para que no muera! Nuestra lucha hace  la historia -levanta la cabeza exponiendo ante mi mirada su pera cuadrada y el cuello finito, arrugado. Rebusca en el bolsillo el paquete de cigarrillos y cazando uno con la boca, como buscando la inspiración, sigue diciéndome-: somos como un gran animal, una máquina gigantesca, moviéndose con el ritmo que nos dejaron nuestros antepasados y los versos del pueblo, que somos todos nosotros.
Yo me había olvidado de las compras y caminábamos  tranquilos, paseando casi.- Sí, claro. Muy comprensible... la identidad de este barrio,  esas pequeñas historias individuales que se confunden en el baile y forman un solo ser con vida propia,  - le decía mientras pensaba: para conjurar a la muerte.
El amarillo helado de esa mañana de invierno inundaba las callecitas y le daba el marco propio a las palabras que sonaban musicales. - ¿Pero no les parece un poco osado, digo… atrevido? No sé… ¿hacerse a la fuerza de una casa…?-seguí diciéndole.
-¡El pueblo se atreve y si no, muere! -me declamó aquella vez, adivinando que tocaba mi fibra más íntima.
Por fin viene el bondi, me digo aliviada,  y detengo la máquina de los recuerdos, en la que quedan resonando esas últimas palabras pronunciadas por él aquella mañana. Miro la hora en el celu, y cuando levanto la vista lo veo de nuevo a Carlitos que pasa como un tornado y me dice:
- Yastá, no hay más tiempo, será el viernes a la tarde. Acuérdese, ¡no nos falle!
Lo escucho subiendo al primer escalón del colectivo. Una adolescente me empuja a seguir y no puedo mirarlo. Ya en el interior me agacho para verlo por la ventanilla, allá va… corriendo, eléctrico. Se fue y no pude contestarle nada. ¿Qué le hubiera dicho?
Paso la semana, otra más igual a la anterior y a la que vendrá. Los viernes siempre tengo un espíritu festivo, me gusta planear alguna salida. Pero está empezando a llover y hace mucho frío. Voy caminando hacia mi casa y empiezo a escuchar los tambores. Inmediatamente me vienen las imágenes de las chicas bailando la coreografía, cuatro adelante, marcando los movimientos de derecha a izquierda, dos atrás en la segunda hilera, acentuando el paso, y tres chiquitos que hacen piruetas alrededor. Más atrás Carlitos con su gran galera brillosa, el bastón y el frac, con los colores del club del barrio, moviéndose sinuoso, extendiendo amplios los brazos, dando vueltas al ritmo carnal y penetrante de la murga, abriéndole paso a la columna de tambores que se agita tras él. Sigo derecho a mi puerta, paso por el kiosko de diarios, el barcito de la esquina y la librería cerrada, todo como siempre. Pero dentro de mí asoma algo que me inquieta, como un insecto rompiendo el  minúsculo huevo que lo contenía.
 “El espíritu, yo sé lo que es, bah, yo lo pienso así” le  había dicho a Walter la otra tarde tomando mate y charlando de  literatura, “son pequeños desprendimientos del cuerpo que vas guardando, junto con insatisfacciones a las que te resignaste a medias,  pedacitos de imágenes sin tiempo ni lugar,  hilachas de recuerdos, eso es el espíritu, está hecho de esos restos”.
”Como si fuera una bolsita de basura de la que no te podes deshacer hasta el minuto en que te morís, ahí la dejas”, me contestó, y chupó de la bombilla con lentitud.
  Crecen y se acumulan en un espacio que es  afuera y adentro. Casi podría decir que somos ese conjunto de restos que fuimos juntando, sigo pensando mientras subo en el ascensor y no dejo de escuchar a  la murga imaginándola en ese estado de éxtasis  inalcanzable para mi.
 Termino de lavar los platos de la cena, cuando comienzo a oír gritos, cánticos, y la inevitable sirena del patrullero. Rápida me saco los guantes de lavar, me seco las manos, voy al perchero y me pongo la campera arriba de la ropa de entrecasa y con las llaves en la mano salgo, cierro y camino impulsada por una fuerza apenas perceptible pero constante.
 La calle comienza a poblarse de turistas que acuden a los bares y restaurantes con las luces y las puertas abiertas esperándolos.  El tapiz de techos bajos y balcones asimétricos apuntando al sur   son obstáculos que debo saltar  sin pausa hasta llegar a la casa abandonada y ahora tomada. Cuando doblo veo bajo el acerado cielo, iluminados por los faroles de la vereda un círculo de vecinos y turistas que curiosos y divertidos observan y opinan.  De vez en cuando alguno grita algo y  otros  aplauden o chiflan. Se escuchan risas y al fondo, imperturbable como el tiempo, el ritmo de los tambores.
Hace un rato que dejó de lloviznar y un viento frío corre las nubes  que perdiendo espesura permiten que  asome el plateado de la luna.
Carlitos en el centro de la escena, con luz propia, rodeado por algunas chicas entre las que divisé a la paseadora, le vocifera al policía que intenta desalojarlos.
-¡Pero si vos también sos del pueblo! ¡Sos del barrio! No nos traiciones, si la ocupamos ya no nos podrán echar. Si pasa en todos lados eso, papá… ¡Jugate!                  
Trato de acercarme entre la gente para apoyar a Carlitos y en ese momento la murga, sin dejar de bailar va rodeándolos a él y al patrullero con el policía, que ya perdió la paciencia, y  le abre el paso al otro que viene atrás. Ya son tres los policías que lo agarran a Carlitos del brazo y sin más miramientos lo meten adentro del auto. Comienza a sonar la sirena, que se mezcla con los tambores que no paran,  el patrullero sale arando y provoca el griterío de los espectadores.
Desde el interior del auto Carlitos  nos saluda triunfante y la murga  boa-constrictor se mueve, siempre bailando, ahora en dirección a la comisaría.
 Los veo alejarse, como en una escena de Fellini, y me quedo sola en la esquina silenciada  después del retumbe,  con la luna a pleno arriba de mi cabeza. Qué lástima que dejé de fumar, pienso.

Durante la semana me hago de un tiempo para ir hasta la casa abandonada. Veo que le pusieron  un custodio policial en la puerta y unos albañiles están tapando las dos entradas. Me pregunto qué habrá sido de Carlitos y qué harán los de la murga.
El domingo estoy ansiosa, antes de la hora habitual salgo a dar la  vuelta de costumbre. Pero esta vez quiero saborearla, despacio recorrer las calles finitas, con sus arbolitos delgados, recién plantados. Me hundo en el barrio, me lo voy bebiendo de a poco y a la vez siento que caminando estas veredas tan viejas, él se va comiendo mi individualidad.
A unas cuadras de la casona, un inesperado calor me atraviesa, me río con ganas porque total los tambores tapan cualquier sonido. Vuelo hasta la esquina y aterrizo  donde la murga comienza a organizarse y una cantidad inusual de gente la rodea y se suma encolumnándose. Me gustaría ser jirafa para divisar a Carlitos. Pero no hace falta, enseguida su voz de arriero irrumpe.
-¡Vamo, vamo, al compás! A ver Fernandito dale con el repiqueteo, más, ¡no se escucha! Eso, ¡ahora me gusta! ¡Dale Fabi, Lore, arriba, vamo! ¡Essso!!
Mis pies ya no son míos, como las hojas de los árboles se mueven sin parar. Se me estira la cara en una sonrisa y veo todo un poco nublado. Hacemos el recorrido habitual pero un aire nuevo y alegre sobrevuela la boa. Todos sonreímos porque sí. Busco la mirada de él o la de Lore. Cuando la encuentro, levanta más los brazos y me grita:
_¡Encontramos otra casa! ¡Vamos para allá! ¡Que no muera la esperanza! -y el redoble de tambores y las colas de las chicas  sacudiéndose son el eco de sus palabras. Aturde el latido desprendiéndose de los cuerpos que se mueven como los glóbulos de una gran ola  sanguínea.
Y en ese lugar vacío de mi interior siento cómo las alas leves  de un insecto agitan el aire .
  

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